Carlos Villagómez
Abilio construyó su casa en esta ciudad. Esto no tendría nada de extraordinario si no conocemos el maravilloso lugar por el concebido y edificado. Al borde del río Choqueyapu (río de muladares y cloacas) construyó una casa de madera toda ella: de madera sus pisos, sus paredes, sus muebles, sus objetos y hasta de madera su jabonera en el baño. Con cuanto amor Abilio trabajó, detalló y ensambló la madera para edificar una joya residencial, perdida a orillas de ese río cloaca. Por si esto fuera poco, rodea a la casa un jardín con florales, árboles y patos en un ambiente bucólico en pleno centro paceño. La experiencia de recorrer la casa de Abilio es única, enaltecedora y reconfortante en medio de nuestra basura edificada. Una parte que es una pequeña cabaña a la manera simbólica de Laugier, se desarrolla en la altura del predio y ahí quizás esté el espíritu que cuida la obra; desde ahí se observa el vergel que año a año sigue creciendo y reverdeciendo el sitio. Más abajo ya en un alarde más innovador ha desarrollado un nuevo volumen que no desdice el conjunto en general, más bien lo acompaña, lo sigue en es el juego sutil de las obras que parecen emerger del sitio, aquellas que sientes íntimamente que siempre han estado ahí, de una manera natural y simple. No es fácil llegar a tal resultado, se requiere ser Abilio, un ser con una mística y una pasión por las cosas bellas, por las cosas simples y trascendentales, por esas pequeñas cosas alas que rindió tributo Serrat y que solo son capaces de realizar los espíritus elevados, aquellos que son, parece, tan escasos en nuestra ciudad.
Hans construyó una torre. También esta experiencia no sería extraordinaria si no nos imaginamos que la torre es una versión urbana de una capilla altiplánica y fue llevada a cabo con una voluntad también mística, de salvaguarda ecológica y rindiendo homenaje a un gran amigo asesinado por los regímenes de facto. La torre es, quizás por ello, el puesto de avanzada de un combate desigual que enfrenta Hans contra una institución policial dispuesta a arrasar y lotear un área verde, según los planes municipales, en la que Hans plató con un desmedido amor por la naturaleza paceña, centenares de árboles de diferentes especies. Con una voluntad férrea, en un trabajo familiar encomiable, Hans plantó, uno a uno sus queridos árboles, los regó y los dotó de un imaginativo sistema de riego que surca la caprichosa formación gredosa de Següencoma. El día que las fuerzas siniestras del uso del suelo “mercanchifle” decidieron avanzar sobre este precario bosque. Hans interpuso la torre de adobe, simbólica y llena de reminiscencias, que repica sus campanas ante cualquier avance depredador sobre los árboles. Recorriendo el bosque no podemos entender hasta dónde puede llegar la estupidez, la ignorancia y el desamor por esta tierra; no podemos comprender el desamor de aquellos que quieren reemplazar un árbol por una horrible pila de ladrillos de seis huecos que dice ser su casa; un mal reemplazo, de naturaleza por construcción, que sale también de un acabeza de seis huecos.
Abilio y Hans son muestras vivas de un amor a la tierra paceña, un amor que les será correspondido por la madre tierra en el momento mágico del retorno.
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