martes, 13 de agosto de 2013

Ser paceño, esa migración permanente.*

Aprovechando el paro del transporte fui caminando rumbo al trabajo y se me ocurrió compartir este artículo.

La Paz es un viaje permanente. Despertó un día, derritió las cumbres, decidió ser viaje. Creó ríos que, trenzándose, abandonaron la cima y esculpieron la cabecera del valle; ríos que interminablemente acabaron en el Amazonas. Fundada y trasladada, tres días después, cuando se la pensó ciudad, el espíritu migrante insufló a La Paz. La consigna: moverse. Loca por moverse como está, La Paz te abraza con sus brazos de montaña, te sopla viento helado en la cara, te quema el rostro, te arranca los ciruelos del árbol con un granizo y, con esa misma fuerza, se sacude un pedazo del mapa al levantarse una mañana. Sí, ser paceño no es decisión sencilla.

 Paceños de 0 a 3000 msnm

 La gente enamorada de la imagen de la ciudad, de su singularidad, de la postal que se completa con imaginación, es gente un poco romántica, un poco pesimista. Son los paceños honorarios, son los que están “maravillados” con una ciudad que funciona reflejando lo que uno quiera ver. Paceños como estos, uno los puede encontrar en charlas en otras ciudades del mundo, escribiendo libros, blogs y compartiendo fotos compulsivamente en la red; con la ciudad nacieron los cronistas boquiabiertos. La Paz apurada como está no parece percatarse de que la dejan, la abandonan. La historia de la ciudad es el viaje de toda ciudad de paso y descanso, es la historia de una urbe que facilita el comercio. Amor a la ciudad existe, aunque la mitad del objeto de ese amor sea una fantasía.

 Paceños de 3000 a 3300 msnm 

En esta categoría están los paceños nostálgicos que, con aires de Alonso de Mendoza, buscan el valle de La Paz. Son los que se retiran al Sur y que, protegidos por las montañas rojas del Mallasa, no se deciden del todo a desligarse de la vida urbana ya que recorren largas horas de viaje, yendo del centro magnético al valle que siempre se escapa. Antes, comprometidos con lo público, viajaban por ocio y baile a Río Abajo y Ballivián. Hoy, desligados del compromiso político, viven una relación de amor-odio con el centro. Pertenecen, y no, al viejo Sur que ha sido invadido por los edificios multifamiliares. Obrajes, Calacoto y Río Abajo dejan de ser ese sueño verde que, como el silencio, nombrándolo se agota. La promesa que convirtió Saillamilla en Villa Ingavi y Obrajes sigue ganando adeptos. La consigna de la ciudad sigue siendo una: moverse. Y el Sur, como los ríos que aún corren a la vista de todos, y así irónico como suena, se ha movido. ¿Habrá alguien que recuerde que, dos siglos atrás, La Paz signaba como zona Sur a la zona de San Pedro?

Paceños de 3300 a 3600 msnm

 Paceños apurados y apiñados, viajando al centro, viviendo y trabajando en el centro, paceños con trajes de sastre y almuerzos apurados, ligados a la función pública, subiendo y bajando calles empinadas de comanche y asfalto. Ellos, los paceños de a diario, conviven con la historia pero sin darle mucha importancia; la casona de hoy será el negocio de pollos de mañana. Palacio de Gobierno y Poder legislativo, para ellos, son como un fantasma, como una realidad tácitamente aceptada. Pelean por el transporte en las noches y renuncian al almuerzo familiar. Ser paceño en el centro es evadirse otro poco y, en oficinas públicas o privadas, es incluso olvidarse de ver por la ventana. Miniaturizando cada vez más los boliches, cafés, casas y negocios, el centro se ha vuelto estrecho para el trabajo y el ocio. Esta estrechez de paredes también hace estrechar las ambiciones de quienes las habitan. Frente a la cordillera circundante, y la cadena de grandes alturas edificadas, una resignación preocupante y un aire de insignificancia caracteriza al funcionario público paceño, un personaje cuyo hábitat, antes que La Paz, es la oficina. Las idas y venidas del paceño del centro, nacido en cualquier lugar de Bolivia pero que trabaja y vive en La Paz, se limitarán a una rutina de ida y vuelta a casa, sea esta la ladera, sea Sopocachi o el fin de semana en la tierra natal. Su vida la marca el ritmo de los dedos en el teclado, de las bocinas, de las quejas del clima y el sello de los trámites. Perdido como está en los quehaceres y en los papeles que hablan de la ciudad y su planificación infructuosa, puede que haya renunciado a ella; una ciudad que se mueve, y cuyo perfil es una sinuosidad, no siempre se deja abstraer en planos y planes.

Paceños de 3600 a 4000 msnm

Al ritmo del baile y de los gritos del mercado, paceños y paceñas han ido conquistando los límites naturales de la ciudad, se han establecido sobre las montañas. Si la ciudad se mueve, desde aquí diremos que lo hace al ritmo de baile, del tintinear de monedas, del arrugar y llenar bolsa de plástico; lo hace al ritmo del comercio y de pasos rápidos con carga de mercadería que llega de la China o de los municipios vecinos, y, es que, el comercio de artículos pequeños o grandes ha forjado la ciudad y lo hace aún, al menos en el Oeste con negocios ritos y relaciones de poder cambiantes. Quien tiene la mercadería tiene el poder y no duda en hacértelo saber con un: “¿Vas a comprar o no?” El color se ha deslizado desde estos extremos y ha invadido con poca discreción toda la ciudad, se hace uso y abuso de vidrio reflejante, de brillo, de molduras y de accesorios y detalles de aluminio, de figuras escalonadas; así como se viste el paceño para un baile ha vestido sus edificios. Son paceños que contemplan la ciudad desde la ventana, desde el minibús. La ciudad se muestra, cada día, desnuda e indefensa a sus ojos y lo hace no como atracción turística ni como rareza sino como sueño alcanzado, como cotidianeidad cambiante.

Ser paceños de 0 a 4000 msnm 

Ser paceño es una decisión complicada y sin garantía de permanencia; una decisión a veces precaria, que tiembla con la ciudad cada vez que alguien la deja vacilante. Una decisión que se toma tras migrar del cómodo o improvisado hogar que la ciudad te da, mudándose de barrio en barrio. Ser paceño es visitar La Paz, dejando de lado la mirada exotizante, es dejar La Paz,y decidir volver .
 Ser paceño es una decisión que muchos hemos dejado de tomar, ciegos y encerrados en el gueto. Ser paceño es decidir vivir en viaje, retomar el espacio público, ampliar la mirada. Es viajar de 3000 a 4000 msnm, ya sea subiendo gradas, bailando o desde la comodidad de un 4x4.
 Hemos dejado de soñar La Paz creyendo que, imponente como es, sacudiéndonos de su espalda seguirá existiendo.

* Publicado originalmente el 16 de julio en La Razón, pueden verlo aquí . 
Esta edición es obra de un librero loco quien me recomendó que siga participando.

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