domingo, 14 de junio de 2015

La persistencia de la (mala) memoria. Grecia baila con traje de morenada.




 La reciente polémica sobre una incipiente nueva arquitectura andina (sobre la que no expresaré opinión en esta ocasión) me llevó a divagar por muchos temas construyendo un entramado bizarro en mi cabeza, entre los temas que vinieron a mi mente se coló un recuerdo de los años de la universidad. Preparando la clase sobre arquitectura griega y romana me topé en la red con reconstrucciones contemporáneas que mostraban edificios y esculturas profusamente ornamentados y coloreados en azul, ocre, rojo intenso e incluso aplicaciones de oro; de inicio me pareció un ejercicio de re-interpretación interesante pero un tanto exagerado, avanzando la lectura descubrí que no era una hipótesis si no una certeza arqueológicamente sustentada: los griegos y los romanos amaban el color en sus edificios y esculturas, la presentación de esta información en clase supuso cierta sorpresa en el docente y el descubrimiento de la historiografía como ciencia en desarrollo constante, por parte de los estudiantes.

El capítulo bastante posterior, sXVIII, sobre el neoclasicismo les significó (a los estudiantes) la posibilidad de afirmar que toda una corriente arquitectónica y varios siglos marcados por este estilo hasta hoy, llevaban el sello de la falsedad, sólo  ligeramente intencionada si se quiere, pero parte de los cánones, de sobriedad, pureza y blancura que tanto se alabaron y se alaban, como parte de la arquitectura clásica, no eran si no las ruinas de un colorido pasado, diremos entonces que parte del neoclásico se fundó sobre vestigios, un esqueleto.
El resto fue voluntad y fantasía, la construcción simbólica del arte clásico se tradujo entendiéndolo como una sofisticada aplicación de la lógica, el interés centrado en el material y la funcionalidad; por lo tanto libre de ornamentos, una manifestación de la rigurosidad de una mente racional y educada. Esta valoración positiva de la austeridad ornamental, de la monocromía y el desprecio por lo decorativo nos persiguieron y fueron parte de los principios de la modernidad.

Algo parecido podría sucedernos si conociéramos el aspecto original de las piezas de Tiahuanaco en las que aún hoy se aprecian las hendiduras en las que iban sujetas aplicaciones de oro, la sola popularización de estas hipótesis en forma de imágenes podría significar el cambio de una gran parte del imaginario sobre esta cultura que queremos entender como solemne y austera.

La conclusión lúdica de todo esto será que con su avezado uso del color y afición al ornamento, la nueva arquitectura andina, tan popular en El Alto, se aproxima más a los cánones de belleza clásica que por ejemplo la mayoría de los edificios ícono de la modernidad, pero no, no todo es jugar con los prejuicios y legitimarnos por similitud con el otro.

La invitación que nos plantea esta historia (siempre hay varias) es la  de sospechar que el pasado y los cánones que tenemos como ciertos no sólo pueden cambiar con el tiempo, sino que nuestra mirada, nublada por el polvo de los siglos, puede nunca haber comprendido, que de toda realidad conocemos apenas pistas y que una gran parte la hace la voluntad y la fantasía, y esta certeza que permite existir a la historiografía  es la misma que sustenta la construcción de todo el conocimiento, develar una imprecisión entre los cánones de la belleza clásica no hará caer todos los edificios neoclásicos, se seguirán sosteniendo en la tradición y en sus proporciones, también inspiradas en los clásicos, que nos seguirán resultando armónicas y agradables, surgirá eso sí, cierta sonrisa cuando alguien nos diga que imitan a los griegos.

Planteada la sospecha inicial, nos atacarán otras, si los símbolos de cada cultura no sólo se construyen como manifestación de cierta esencia del grupo que la conforma, si no también como signos de diferenciación frente a otras, ¿no pueden ser las pretendidas blancura y racionalidad propuestas como propias de lo más elevado de la humanidad, sólo la canalización de una voluntad de diferenciación frente a manifestaciones artísticas de los otros, tan pintorescos, populares e inclinados a la voluptuosidad ellos, ya sean el rococó francés tan de moda por entonces o las fachadas del populacho con plata? La pregunta es larga pero la reflexión no tanto, me imagino que estas sospechas, que son posibilidades de análisis, quedan cortas frente a las que a usted se le habrán planteado, dude y luego diviértase especulando, que no se quede este ejercicio como atribución exclusiva de los historiadores y teóricos.


 Un fragmento encantador sobre el tema, el que nos ofrece Richard Weston en su libro Materiales, forma y arquitectura:



(...)
Al redescubrimiento y estudio de la arquitectura griega a finales del siglo XVII, que fue un importante catalizador para el movimiento neoclásico, siguieron varias corrientes nuevas (a principios del XIX) de investigación arqueológica por parte de eruditos británicos, franceses y alemanes. Sus hallazgos iban a sacudir las bases de la estética neoclásica. En 1815, Quatremere de Quincy sembró la polémica en toda Europa al publicar un libro con las reconstrucciones de las estatuas colosales perdidas de Zeus y Atenea, obra de Fidias. Coloreadas y con incrustaciones de oro y marfil, difícilmente podrían estar más lejos del amado blanco de Winckelmann. Posteriores trabajos de campo ofrecieron pruebas irrefutables de que, lejos de ser modelos de blancura, los templos griegos mostraban huellas claras de color aplicado, confirmando así las sugerencias halladas en los textos clásicos conservados (que habían sido convenientemente ignorados o explicados someramente con referencias que sólo aludían a pequeños detalles, no a superficies enteras).


Después de las excavaciones realizadas en Selinus, Sicilia, Jacques-Ignace Hittorff (arquitecto alemán afincado en París) realizó dibujos basados en conjeturas de una reconstrucción de un pequeño templo polícromo. Y provocó a su vez una enorme controversia que llegó a un punto de tal acritud que acabó siendo conocida como “la guerra polícroma”.[1]Un siglo más tarde Frank Lloyd Wright  todavía denunciaba que “los griegos abusaron vergonzosamente de la piedra, no entendían su naturaleza en absoluto, excepto como algo para ser pintado o dorado hasta quedar irreconocible”.[2] En cambio, para Ruskin y su amor por el color, era lamentable que los “templos cuyo azur y púrpura brillaron una vez sobre los promontorios griegos” hoy “presenten una blancura apagada, como nieve que el amanecer ha enfriado”.[3]


Las sucesivas generaciones  de estudiantes de Bellas Artes ofrecieron muestras cada vez más intensas (y, todo hay que decirlo, más inverosímiles) del mundo antiguo repentinamente colorido. Todo esto habría quedado restringido al interés exclusivamente académico de no ser por el hecho de que el tema del color dio en el blanco de una crisis en ciernes de la arquitectura europea (que bien puede resumirse, aunque de un modo simplista, como la división entre aquellos para quienes la arquitectura siguió siendo principalmente una cuestión de estilo y “diseño” y la nueva “raza” de funcionalistas que la consideraban como el arte racional de la construcción, y que necesitaba encontrar nuevas formas para materiales nuevos).
 (...)


Una de las reconstrucciones hipotéticas de Hittorff


 Para darle un vistazo a otros gráficos del libro de Hittorff clic aquí
 Más ejemplos de policromía en Grecia y Roma por aquí 

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Así las certezas de la historiografía se derriten ante nueva evidencia, pero no sus consecuencias. Cuando le pregunten de nuevo porqué le disgusta esta nueva arquitectura andina, tal vez tenga que pensárselo mejor, mirar su casa, la casa del vecino (copiada de un catálogo gringo pasado de moda),  imaginar la casa de sus sueños y construir un argumento que no esté sustentado en ruinas. 

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La posición de Semper, quien de inicio se adscribiría al criterio de los funcionalistas, para luego defender el color y el ornamento como elementos constitutivos de la arquitectura, son parte de los párrafos siguientes que no transcribo en este post y que espero compartir en otro.


[1] Para la “guerra polícroma” véase David van Zanten , The Architectural Polychromy of te 1830s (Nueva York, Garland Publishing, 1977)
[2] Frank Lloyd Wright, op. cit., pág. 174.
[3] John Ruskin, las siete lámparas…,cap. II, XVIII.